La ayuda

No entró a la pulpería como un parroquiano más. Lo hizo con estampa, prestancia y un aire rayano en la soberbia. Con visible agresividad. Llamó la atención de inmediato. Nadie podía sospechar que llegara pidiendo ayuda. No representaba al hombre capaz de hacerlo. Tal su aspecto autosuficiente. Su cara aindiada, que una boina blanca, algo grisácea y sucia, no podía ocultar o disimular, salvo a una posible frente despejada, y crenchas cayéndole a los costados de la cara, tapándole las orejas. Ojos negros profundos, temibles, bigotes afinados y barba rala. Estatura mediana, cuerpo fibroso, movimientos de yaguareté. Camisa que alguna vez fue bordada, descolorida, bombacha, faja negra ciñéndole la cintura y largo facón. Calzaba un par de alpargatas bastante enteras. Su presencia hizo blanco inmediato en la paisana que atendía el mostrador. Su patrón la miró de reojo y pensó: otra vez alzada. Joven, de ojos llameantes, su mirada lo devoró al instante. Cuando el habló, su voz fue el perfecto complemento de su imagen. Y sus manos en cada ademán imprimían mayor expresión al sentido de sus palabras.
Contó que no muy lejos de allí, su caballo se había quebrado. Tuvo que despenarlo con su facón. Quería, le prestaran un caballo para ir en busca de sus cosas. Si alguien lo acompañaba garantizaría su regreso. Ella se ofreció vivaz, salvaje. Tardó muy poco en aparecer con su pingo y en él montaron los dos. No era la primera vez que se iba con un paisano. Eso sí, al tiempo siempre volvía mas mansita, contenta, feliz. Lo suyo era casi una costumbre.
Esta vez no volvieron. Días después el hedor y los caranchos delataron la presencia de un cuerpo en un zanjón, no muy lejos de la pulpería. En esos tiempos se contaba que la justicia estaba detrás de un asesino.

Grabado: de Martín Fierro, Castagnino.