Aparece los miércoles y los sábados

"Dios me puso en tu pagina como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto" (algo de Sócrates).

domingo, 2 de diciembre de 2007

Gniedko

Para él sonó un porvenir venturoso. ¿Qué madre no imaginó o lo deseó para su hijo?

Desde el mismo instante cuando fue servida por ese magnífico ejemplar, aquel que pastaba nerviosamente, vigilando su territorio, haciendo valer su condición de macho poderoso, de más fuerte. Jefatura ganada luego de feroz lucha con el negro rival.

Por primera vez en mucho tiempo, un padrillo bayo se haría dueño de la tropa de yeguas. Y ellas ansiosas, excitadas, aguardaban el instante del apareamiento. Lo sabían, así nacerían las mejores crías. Lo ordenaba la selección natural. La manera de preservar la especie. Padres y madres fuertes sobrevivirían y engendrarían nuevas crías.

O para ser dominados por ese gran enemigo, el hombre. Para cambiarles el destino natural, por otro destino decidido por quien todo lo podía. Sometiéndolos a una permanente esclavitud. Para trabajar rudamente. Con el arado, la noria, las cargas… o montándolos para su placer.

Llevándolos a la batalla para una muerte supuestamente gloriosa. Entre humo, estruendos, sangre, dolor y otras muertes.

Arnés. Terrible palabra. Instrumento de dominación.

Lejanos los días para corretear salvajes, aún con cosquillas; sin conocer riendas ni frenos, ni espuelas clavadas en los hijares; ni herraduras en los vasos. Ni crin peinada o tusada.

Con sesenta millones de años de evolución. Tiempos en que las patas delanteras tenían cinco dedos y las traseras tres. Con estatura de perro. Cuando era omnívoro.

Necesitó millones de años para preferir los granos y las hierbas, modificar su aparato masticatorio y transformarse en herbívoro.

Un millón y medio tardaría ese otro animal para lograr pararse en dos patas y aprender a usar las manos que lo someterían. Manejando látigos y riendas. Acariciándolo.

¿Sospecharían los escitas qué sucedería diecinueve siglos después, cuándo aprendieron a montarlo?. Y los arios y sus discípulos, los griegos, egipcios y asirios, al galopar, guerrear, conquistar, ¿imaginarían que solamente faltaban diez para el acontecimiento clave de la historia que la dividiría en antes y después?.

Ella sabía luego de la penetración, de recomponer la respiración agitada, cuando se le secara el sudor y se le calmara la excitación. Comenzaría un muy largo período de gestación. En su panza cada vez más hinchada crecería su cría. Su potrillo héroe famoso. Para ser pintado en cuadros célebres. O fundido en bronce. O morir en la batalla o el torneo. Capaz de soportar la pesada armadura del valiente caballero, o la liviana toga del equites. Desfilar llevando al rey. Ser utilizado en la conquista. Para él reservado un destino de gloria. Ligado a la inmortalidad de otros. No seguiría el paso de los mediocres. Ni gozaría de la mediana fama del circo. Correría una suerte superior .

Casi un año lo acunó en su seno. Exactamente trescientos treinta y un días.

Bayo como su padre, su futura estampa se vislumbró a las pocas horas de nacido, cuando logró pararse tembloroso, vacilante.

Equus caballus. De la familia de los équidos. Perisodáctilo. Esa sería su clasificación científica.

¿Antecedentes?. Descendiente de los salvajes Przewalski. Recorredores de estepas, de amplios territorios extendidos por Koldo, China, Liberia. Epocas de libertad, perdida para siempre.

Rápidamente, igual al ave en sus primeros vuelos, exploró el verde del campo circundante. Quizá esa reminiscencia se remontara a aquél mitológico Pegaso. Aunque no supo discernir entre aire y tierra.

Cuando cambió del paso al galope y la carrera, su hocico sedoso cubierto de espuma, los cascos redoblando en el suelo, y ese sabor en su boca a hierba-libertad.

Tuvo la sensación de elevarse, cobrar altura, y mezclarse con las águilas, compañeras de paisaje y horizonte.

Libre, salvaje. Explorando lo desconocido. Pisando un verde húmedo de rocío, o aquel otro blanco, helado, duro, mullido, de la estepa o la tundra. Quitándose la sed en cualquier aguada, arroyuelo, río…

A veces en un agua sorprendentemente fría.

Dilatando sus narices ante el macho rival. Y sobre todo cerca de la hembra alzada. Iniciando así un juego de olores, relinchos y corridas, perpetuadotes de especie, aplacadores de instintos. Para recomenzar en cuanto la naturaleza ordenara la nueva excitación y el nuevo apareamiento.

¿Qué fue eso?. ¿ Qué tenía en el cuello que le apretaba?. ¿Qué no lo dejaba avanzar, correr, huir?. Inútil su empinamiento. Sus coces lanzadas al aire. Sus gritos, furia y mordiscones. El sudor de su cuerpo, la espuma de su hocico . Las narices dilatadas y los ojos fuera de órbita. Alguien superior mandaba sobre él, transformándolo en compañero de otros infelices compañeros de cautiverio.

¿ Dónde estaban las praderas, colinas arroyuelos, horizontes?. ¿Qué significaba esa alta empalizada corral que le impedía verlos?. Solamente el cielo y el águila amiga, que a favor de la densidad del aire, y en perfecto planeo, batía imperceptiblemente las alas a modo de despedida. ¡Ay Pegaso!

Menos para él, lo que luego sucedió, demasiado conocido. Casi rutinario. Doma. Sometimiento. Domesticación. Obediencia. Caricias y golpes alternados.

El primer cabezal. El primer freno. El dolor del látigo y de esas púas clavadas en sus costados impulsándolo a correr más y más rápido.

Y ese peso dominante en el lomo. Ordenado. Con las manos o las piernas. El, obligado a interpretar cada gesto, indicación o amenaza. Para acá. Para allá. Paso, trote, galope.

Extraño el olor de su cuerpo dolorosamente quemado allí en el muslo, marcándolo para siempre. O más tarde los vasos repetidamente humeantes, cuando entregaba dócilmente sus patas. Repiqueteando su andar de manera diferente. Más duro, metálico, con alguno que otro chisporroteo. Arrastrando cargas sobre el empedrado desparejo. Sembrando estrellitas. Distintas de aquellas otras celestes, de la mitológica libertad.

¡Pobrecito Gniedko!. No fue el Bucéfalo de Alejandro, ni el Babieca del Cid. Ni siquiera el escuálido Rocinante del Quijote. Ni modelo de pinturas célebres, o el trágico caballo del Guernica. De estatuas ecuestres. Ni inspiración para el traidor de Troya. Solamente caballo de presidio. Preso dos veces. Por partida doble.

Para él, peor pena que para el resto de los condenados. Compartiendo calvarios, trabajos, sufrimientos.

No se cumplieron ninguno de los sueños que alguna vez acunó. Ni los que le dictó su instinto.

No le llegaron más a sus narices los olores de una yegua alzada. O de la hierba fresca, recién pisada. No escuchó el murmullo del agua clara y rumorosa. Jamás volvió a oir las voces del campo, los relinchos de otros caballos salvajes. Los sonidos de la libertad.

Todo fue reemplazado por gritos dolientes, órdenes, maldiciones, imprecaciones. Los lamentos de los torturados. Y las voces tiernas, los mimos de los compañeros de infortunio. De esos otros prisioneros sin nombre, o con una denominación numérica, carente de importancia.

Distinta fue su gloria e inmortalidad. Lo rescató de una oscuridad que es como si no hubiera nacido. No existido.

Dejó de ser un caballo anónimo como tantos otros. Como tantas personas. En cambio sí, tan glorioso como aquellos surgidos de plumas célebres. Como los que acompañaron a un Cid o un Quijote.

Alguien lo rescató de la nada para hacerlo inmortal, o lo recreó, o le dio vida.

Para volver a encontrarlo. Para saber que vivió, que fue mimado por otros infelices, que le valió la pena sufrir, basta con leer a Dostoyevski y sus Memorias de la casa muerta.

3 comentarios:

coto dijo...

Es maravilloso saber que estas ahi de nuevo.
Agarrate fuerte.

Antonio Toribios dijo...

Me ha gustado mucho el texto. Sobre todo me parece muy plástica la transición entre libertad y sometimiento.Me ha traído a la memoria una de mis películas preferidas:"Vidas rebeldes", con un trío glorioso: Marilyn, Gable y Monty. Caballo salvajes/personas libres.

Anónimo dijo...

me encanta