Aparece los miércoles y los sábados

"Dios me puso en tu pagina como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto" (algo de Sócrates).

domingo, 9 de diciembre de 2007

Polvo de sonido de campana

Le causaba gracia escuchar esa historia. Sí, gracia , pero no se reía.

Solamente esbozaba una sonrisa. Su espíritu se alegraba interiormente, y de vez en cuando insistía ante el padre para que se la volviera a relatar.

Posiblemente lo absurdo del tema, o la forma tan jocosa y simpática, condicionada con cierta ironía en su decir, hacían del asunto un motivo de renovada curiosidad e interés. Porque eso de mandar a un pobre ignorante sirviente , a la farmacia, a comprar polvo de sonido de campana era tan ridículo, tan poco creíble, que el gozo y el encanto de escucharla nacían precisamente de todo ese absurdo. De la acción en sí: de la inflexión de la voz paterna impresa en el relato; de la actitud aparentemente crédula o cándida utilizada por él. Ambos fingían en ese juego. Uno contando con pícara solemnidad, el hijo ansioso y alegre al mismo tiempo, imaginando al mandadero en la compra del consabido polvo de sonido de campana. Todo un personaje inexistente creado para una inocente distracción infantil. Ademas intentaba forjarse en la mente la figura del boticario, y sobre todo le intrigaba el aspecto del supuesto polvo.

¿Cómo sería?. ¿Cómo lo obtendrían?. ¿ Limarían los badajos o las campanas enteras?. ¿Se andarían con un recipiente recorriendo campanarios?. ¿ Subiéndose a las espadañas?. ¿Disputando con las cigüeñas?. ¿Se les mezclarían los repiques con los de su crotorar?. Y pensaba en todo eso. Fantaseaba sobre los cosechadores de polvos que en las alturas recogían sones. O en pseudos alquimistas capaces de elaborar semejante absurdo. Suponía Paracelsos y Yazides destilando en hornos cósmicos dines y dones, tilines y talanes, desecándolos luego y envasándolos en frascos de vidrio con tapa esmerilada. O en otros más comunes con tapón de corcho y sombrerito de papel atado con hilo. Lo creía e color amarillo verdoso. ¿Qué otro tono podría producir una campana de bronce?.

Atravesaba un terrible momento de su vida. Su alma soportaba los embates de tempestades, pasiones, soledades. Su mundo, un calvario donde existir significaba cargar a diario el madero. Transitar un camino de fango y espinas. En su deambular llegó a un pueblito de provincia.

Casas chatas; calles polvorientas y pares de ojos detrás de los visillos viendo transcurrir la monotonía de una existencia alterada por pequeños acontecimientos. O la llegada de algún viajero ocasional. Ese atardecer el que fue responsable de la banal alternativa. En medio de su angustia recordó aquella graciosa historia. La recreó en todos sus detalles. Supuso revivir horas felices. Le pareció oir nuevamente a su padre contándosela una vez más. Imaginó sus ya olvidados gestos. Se sorprendió hablando en voz alta.

-Otro signo de vejez, se reprochó. Los ancianos lo hacen a menudo para romper silencios y soledades. Quizá inconcientemente.

Sin dudarlo un instante más buscó con resolución una farmacia.

Era una esquina casi fantasmal, igual a aquella imaginada cada vez que su padre le relataba el cuento. Tan antigua como para no tener ochava, o para exhibir en sus costados, esas salientes de ladrillo agregadas a propósito para impedir el acecho de algún maleante al transeúnte desprevenido. Y de su arista pendía un casi pequeño cartel metálico donde se leía :”Farmacia Arcadia”. Ninguna otra referencia.

El viento del atardecer levantaba nubecitas de polvo, y al agitar suavemente el letrero, le hacía emitir chirridos algo extraños. Una especie de ruido a veleta oxidada.

Adentro, un hombrecito de impecable guardapolvo blanco esperaba…

Su silueta recortada sobre una de las vitrinas se destacaba aún más por la albura de su prenda y la oscuridad de la madera que componía el moblaje.

Estantes, puertas con vidrios, mostrador. Una lámpara de bronce en forma de lira, que alguna vez había sido a gas, colgaba de una viga.

Dos frascos de cristal acaramelado o porcelana, cierta vieja publicidad de remedios, fijadores y cosméticos; la balanza parada en un rincón , daban la certeza de ser este un negocio fuera de época. O de otro tiempo.

Intercambiaron un entredientes “buenas tardes” tímido. Casi a boca cerrada. Y Comenzaron el diálogo.

-¿Tiene polvo de sonido de campana?, murmuró.

-¿Cómo?, contestó en voz alta el aparentemente sorprendido boticario.

- Si tiene polvo de sonido de campana, repitió con un tono entre burlón e irónico. Sucede, agregó, que lo estoy buscando desde mi infancia, y comprenderá usted, que en tantos años, ya a mi edad, casi he perdido las esperanzas de encontrarlo. Le diré mas, creo que éste es mi último intento, mintió. De fracasar me daré por vencido y reconoceré que siempre he corrido en pos de un absurdo. Es probable, haya construido mi vida sobre una quimera ridícula. Y al terminar de pronunciar estas palabras, se dejó caer abatido en un silloncito ubicado cercano a la balanza.

-Algo me queda, respondió el farmacéutico, exhibiendo cierto orgullo y animación. En realidad es una mezcla hecha con restos de distintos sones.

Antes, en tiempos ya olvidados, disponíamos de una variedad muy grande. Daba gusto destapar los frascos. ¿Quería escuchar un ángelus, glorias, bautismos, duelos, a rebato?. Bastaba con levantar el tapón de alguno de ellos y de su interior el sonido se echaba a volar. Ni decirle cuando los abría todos a la vez. La farmacia semejaba un mágico campanario. Pero, como ya le dije eran otros tiempos. Los clientes venían y se llevaban lo deseado. ¿Estaban de fiesta?, las glorias les resultaban apropiadas. ¿Tenían un velorio?. ¡El mejor presente un sonido a muerto!, para la viuda inconsolable, el huérfano indefenso y desamparado, o los padres desolados, en lugar de las flores y los pésames tradicionales. Hizo una breve pausa y continuó imprimiéndole mayor énfasis a sus palabras. Quien lo pretendiera podía levantarse al son de maitines. Hasta las campanillas tenían su polvo. Eso sí, se los guardaba en frascos muy pequeños. Lo que me resta, como dije hace un momento, es una mezcla de todo aquello. No se lo elaboró mas. ¡ Una verdadera pena!. Fueron desapareciendo los cosechadores. Aquellos se trepaban a los campanarios; estaban atentos a la liturgia para obtener variedades; o se iban a la estación de ferrocarril para atrapar la orden de salida. ¿No coincide conmigo en calificar de delicioso y nostálgico el sonido de una campana de escuela?. ¡Cuántos recuerdos evoca!. En fin, esto es ya un pasado , concluyó, y dándose la vuelta tomó un frasco de tamaño mediano y tapón esmerilado.

Apoyándolo en el mostrador continuó con su casi monólogo.

-Aquí lo tiene. Observe su hermoso color verde amarillento. Qué fineza de grano. Se lo cobraré muy poco, pero deberá reunir, para llevárselo, una sola condición, aunque estoy seguro usted la cumple. De otra forma no habría entrado aquí. Solamente sus pares llegan a este negocio, y si bien el mundo está lleno de esas personas, largo es el camino, largos los años, a veces insume toda una vida, poder encontrar este lugar. Y no siempre lo logran. La mayoría de las veces acaban en una inocente felicidad, sin advertir lo desesperado de su situación. Porque de eso se trata. Usted debe ser un alma desesperada. Haber tocado fondo. Apurado las heces de la decepción. Tener conciencia de la inutilidad de su vida. Quizá ser en potencia, un lobo acorralado. Y estoy seguro, le repito, usted reúne esas condiciones y aún las sobrepasa. Cuando no tenga a donde ir.

“¿Comprende usted señor mío, comprende usted lo que quiere decir eso de no tener ya dónde ir?. ¡Porque todo hombre necesita tener algún sitio dónde ir!”.

-¿Me cree Raskólnikov?

-No, pero es muy probable que algunos hombres tengan algo de él y lo ignoren. Eso último lo dijo subrayándolo, y continuó repitiendo, no, pero es evidente que le hablo como si yo fuera Marméladov, aunque eso sí, no estoy borracho. Estoy bien lúcido.

Entonces retire el tapón. Su alma se llenará de gozo, de una extraña sensación mística y lo comprenderá todo. Y mirándolo directamente a los ojos, bucenado en el fondo de su corazón, agregó con insistencia imperativa, ¡ llévelo, se lo regalo!. Aquí tiene usted su paraíso.

Sin musitar palabra alguna, el cliente tomó el frasco y se retiró. No dio ni las gracias. Estaba sorprendido, irritado. Sin hacer una confesión importante, había desnudado su alma ante un desconocido. ¿Cómo el farmacéutico lo adivinó todo?. Y ahora, ¿qué hacía allí parado en esa calle, con ese misterioso y ridículo frasco de polvo en sus manos?.

Se alojó en un hotelucho y solo, en su habitación, comenzó, lleno de curiosidad e impaciencia, a examinar ese extraño envase.

Lo invirtió jasta que el polvo abandonó totalmente el fondo. Luego lo colocó sobre una mesita y observó como volvía a caer hacia la base. Igual a un reloj de arena.

Recordó juguetes de vidrio con una casita y nieve que hacían las delicias de su niñez. De pronto creyó verlo lleno de caramelos. O de refresco con sabor a granadina. O de un jarabe anisado que le obligaban a tomar cuando estaba enfermo. O de aceite de ricino.

Lo destapó.


Rehizo el camino buscando nuevamente aquella farmacia. No la halló. Los lugareños le contaron que la última se había cerrado muchos años atrás, y ellos hacían sus compras en el pueblo vecino, o se surtían de lo urgente en la sala de primeros auxilios. Algunos memoriosos recordaban vagamente a La Arcadia. Las autoridades habían prometido abrir una nueva, promesa incumplida hasta el momento. Aquella esquina de adobe, sin ochava, fue demolida. Una lástima, porque era la última reliquia de la época de la fundación del pueblo. Databa de antes de la llegada de los ingleses. Esa esquina había sido motivo de orgullo para todos. Antiguo almacén, lugar obligado para detenerse las carretas que bajaban del norte rumbo a la ciudad. Luego fue botica. Porque decían botica y no farmacia.

Reflexionó un momento y se interrogó. ¿Debería tener nuevamente el alma desesperada para sostener en sus manos aquél frasco mágico con polvo de sonido de campana, que extravió cuando halló la paz?

Seguramente no. Ya no necesitaría mas nada de esa farmacia.

Eso sí, continuarían resonándole en los oídos, en el alma, en su corazón, aquellos maravillosos sonidos escuchados al detaparlo.

Aquel sonido revelación.

Chau hasta la próxima


Nota: en recuerdo de mi padre Nicolás Gargiulo.

1 comentario:

coto dijo...

Bellisimo ,para mi el mejor.