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"Dios me puso en tu pagina como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto" (algo de Sócrates).

sábado, 24 de octubre de 2009

253 Confluencia

 

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La idea de cometer un crimen perfecto comenzó inesperadamente. Así nacen las mayoría de las ideas. Casi sin pensarlo. Como si en el cerebro un puntito, algo minúsculo y generador fuera creciendo para desarrollarse luego en forma de espiral. Ampliándose y obsesionando al mismo tiempo. Quizá en él, la práctica deportiva con armas de fuego; el ser dueño de una envidiable puntería; el apretar asiduamente el gatillo para abatir una presa largamente acechada; o ejercitarse sobre determinados blancos con el fin de mantenerse en forma, fueron elaborando en su conciencia esa ocurrencia macabra. Más de una vez, disparándole a un objetivo fijo pensó: esta bala, que en instantes se incrustará en el centro, porque estaba seguro que haría centro, podría ser la portadora de una muerte. En definitiva, la diferencia entre ella y la vida, aunque abismal al mismo tiempo muy sutil. Como entre la sensatez y la locura, entre lo moral y lo inmoral. Esa familiaridad, ese tuteo deportivo con el arte de matar, su gran egolatría y el yo desarrollado y templado en el asesinato por deporte,una lógica necrofilia y esa triunfante superioridad sobre la víctima elegida, le hicieron germinar la idea del crimen perfecto. Ocurrencia nada extraña para gran número de personas que alguna vez pensaron en la posibilidad de cometerlo, aunque en su fuero íntimo se sintieran incapaces de matar a una mosca

Meditó largamente cuales debían ser las condiciones básicas para poder realizarlo y estableció  premisas indispensables

El crimen debía ser absurdo, sin motivo alguno.

Perpetrarse por lógica sin testigos.

La víctima elegida al azar.

Utilizaría un arma de fuego con silenciador.

Condición fundamentalísima: tendría que ser para la policía y el público un indudable crimen

Lo imaginó todo como una representación teatral donde jugaría el papel del primer actor invisible. Cuando el cadáver fuera descubierto no debía caber la menor duda de la presencia de un asesinato. Tan seguro estaba de su plan y de sí mismo. Decidió elegir el lugar apropiado. Pensó en una gran avenida, en una madrugada, en noche lluviosa. Podría matar impunemente a cualquier transeúnte o automovilista que pasara, para  alejarse a pie, y luego en un automóvil estratégicamente estacionado.

La idea de cometer un crimen perfecto le nació un día cuando regresaba de su campo por un camino polvoriento mientras conducía una camioneta, para tomar la ruta a la ciudad. Aplastó a un cuis que se le cruzó en ese instante y pensó : ¿y si fuera una persona? ¿quién se enteraría?. La posibilidad del anonimato tornó la  idea en algo tentador. Reflexionó sobre ella, midió detenida y fríamente los pro y los contra. Luego, por un atisbo de la conciencia comprendió que la cosa no era tan sencilla. No era lo mismo matar como lo había hecho en ese momento a una especie de ratón sin cola que a un ser humano. Sin embargo la idea en sí no le resultó desechable. En todo caso era cuestión de perfeccionarla. Aficionado al automovilismo deportivo presumía ser un gran volante. Más de una vez estuvo al borde de un accidente y quizá de la muerte por causa de sus intrepideces e imprudencias. A pesar de ello jamás  había sentido miedo. Quizá por irresponsabilidad o por sobreestimarse y creer que a él nunca le pasaría nada. La idea del crimen perfecto lo atrapó y decidió perpetrarlo. Recordó haber leído un libro de Mayer Lewin titulado compulsión, relato de un hecho real sucedido en Estados Unidos en la década del 20. Se trataba de una pareja de estudiantes  que basados en su enorme superioridad intelectual y cierta falsa interpretación nietzcheniana, concibieron y llevaron a cabo un crimen considerándolo perfecto. Pero cometieron tal número de errores que los descubrieron y sentenciaron. Ya en su casa volvió a leer la novela y comprendió que la falla fundamental en que el cadáver de la víctima, un niño, presentaba claros signos de haber sido asesinado. La diferencia con esta, su oportunidad sería que el muerto aparentaría haber sido víctima de un accidente. Entonces sí, él, solo él gozaría de su acto, mantendría el secreto y el caso sería archivado. Degustaría de por vida su crimen perfecto. Paladearía cada detalle y disfrutaría de una impunidad absolutamente asegurada.

Y estableció premisas indispensables.

El crimen debía ser absurdo, sin motivo alguno.

Perpetrarse, lógicamente sin testigos ni cómplices.

La víctima elegida al azar.

Utilizaría como arma un automóvil robado y se cuidaría muy bien de no dejar huella alguna.

Condición fundamentalísima: tendría que ser para la policía y el público un indudable accidente. Imaginó todo como una gran representación teatral donde jugaría el papel de primer actor invisible. Seguro estaba de su plan y de sí mismo. Decidió elegir el lugar apropiado. Pensó en una gran avenida, a la madrugada en una noche cualquiera. Podría matar así impunemente al primer transeúnte que se le cruzara para luego huir sin apuro hasta donde habría dejado estratégicamente su automóvil después de abandonar su "arma" y recorrer un trecho a pie para no despertar sospechas

Hacía mucho tiempo que trabajaba como conductor. Comenzó manejando colectivos en una línea por las afueras de la ciudad para luego ingresar en una urbana. El duro trabajo cotidiano, los pasajeros, el tránsito infernal, los horarios lo indujeron a buscar una variante. Así pasó a conducir ómnibus de larga distancia. Ya no operaba la máquina expendedora de boletos, ni lidiaba con atascamientos de vehículos, aunque la ruta era más peligrosa. Pasaba jornadas fuera de su hogar, dormía mal y comía peor. Y en las temporadas de gran turismo era un ir y venir casi sin descanso. Más de una vez los accidentes no se producían por milagro o por esa enorme experiencia y conocimiento de la ruta que tenían los choferes. A menudo conducían casi de memoria, cabeceando un sueño imposible, entre cigarrillo y cigarrillo. En la terminal lo llamaban el viejo inglés, aunque nada tenía de uno ni de otro. El apodo le había nacido por su aspecto envejecido, resultado de largas horas de desgaste pegado al volante y por su extraordinaria puntualidad. Siempre llegaba a horario.

Estaba cansado de trabajar y cansado de la vida. Su soledad, cada vez más soledad lo abrumaba hasta límites insoportables. Y en los últimos tiempos la situación se agravó  presa de una profunda depresión. Cumplía su jornada por la noche y por su tendencia al aislamiento le resultaba propicia para la evasión, el sueño o la fantasía. Para ahondar aún más su incomunicación o romper contactos con un medio  calificado hostil. Su problema era el mundo, la gente,  el contacto con otros seres. Introvertido hasta lo inimaginable. Su entrañable amigo primero y su pareja luego no habían respondido a la esperanza, a la fe y el cariño en ambos depositados. El le falló en el momento necesario. Ella lo abandonó cansada de su mediocridad y su personalidad fóbica. Para peor en la compañía de teléfonos lo destinaron a trabajar en esa cámara subterránea inmunda, llena de agua cada vez que llovía fuerte. Y esos pares que nunca terminaban de arreglar. Sostenía diálogos mínimos con sus compañeros de tareas. Lo indispensable y en particular lo relacionado con el trabajo. Cuando transcurría un tiempo largo allí abajo, su opresión espiritual y física iban en aumento. Aunque en pleno invierno y con un tiempo lluvioso y frío su cuerpo se cubría de transpiración. Le faltaba el aire. Entonces salía a la superficie a respirar mejor y fumarse un cigarrillo. Dos veces por semana, mientras lo encendía veía pasar, con regularidad matemática por la mano contraria al ómnibus de larga distancia. Parecía que entre ambos se iba tejiendo una extraña relación, un mudo diálogo, una rara comunicación. Trataba de adivinar a través del parabrisas la cara del conductor. Pero la luz era poca y el paso fugaz. Después de dos o tres oportunidades esbozó un ademán, un remedo de saludo. No le pareció mala la idea del suicidio y comenzó a pensarla, a madurarla y hasta deslizó algún comentario entre sus compañeros.. Creyó que con coraje y decisión podría poner fin a su vida. Adiós al sufrimiento, a la soledad. Lo meditó seriamente, pero ¿cómo hacerlo?. ¿Tirarse debajo de un tren?. Aunque parezca ridículo, le daba miedo, aprensión. Hay formas y formas de eliminarse y en la selección de medios puede pesar seriamente impresiones infantiles. Y él no podía dejar de recordar el pánico causado por esos trenes eléctricos marrones, de un solo ojo encendido que aparecían imprevista y silenciosamente de entre la bruma para alejarse rápidamente transformados en un oscilante punto rojo. ¿Pastillas somníferas?, poco seguras. Corría el riesgo de ser auxiliado y de sufrir un cruento lavaje de estómago y vuelta a vivir. ¿Un tiro?, no tenía revolver ni ganas de comprarlo. Entonces, ¿porqué no recurrir  a un amigo?. Aunque una vez el anterior le había fallado en esta oportunidad no le sucedería lo mismo. En un momento así, crucial, difícil, debería contar con alguien, y ese alguien era su nuevo y casi amigo. Ese ómnibus de larga distancia, que tan puntual y rápidamente pasaba dos veces por semana. Hasta tendría tiempo, antes de arrojarse a su paso debajo de sus ruedas, de encender su acostumbrado cigarrillo

Como en noches anteriores bajó de su automóvil recorriendo inútilmente la avenida, sin encontrar el momento y la víctima propicia. Más de una vez estuvo a punto  de cumplir su plan, pero a último momento aparecía alguien. El temido e indeseable testigo. Otras veces se creía observado por ojos invisibles que lo paralizaban en el momento decisivo. En esa noche fría y lluviosa encaminó sus pasos por la avenida desierta. Su mano en el bolsillo del impermeable sostenía la pistola con silenciador. Pero su mano  estaba firmemente  dispuesta, diabólica a cumplir las órdenes de un cerebro no menos decidido..Esa noche debía matar. Marchó dos cuadras por la avenida elegido, y en aquella esquina, junto a la carpa verde de la compañía telefónica, descubrió la silueta de un hombre. El tránsito era escaso y tenía la convicción de encontrarse en el lugar y el momento  impacientemente esperado. Caminó por la acera con naturalidad. La presunta víctima  encendió un cigarrillo y comenzó a cruzar dirigiéndose hacia él. Sacó la pistola y disparó.

¿Pero de dónde apareció tan repentinamente ese automóvil?. Solo un loco o un borracho podía manejar así. Vio a su víctima doblarse por el disparo y salir violentamente despedido hacia adelante por el impacto del vehículo. Alcanzó a divisar la trompa de un ómnibus de larga  distancia acercarse velozmente.

Aterrorizado , temiendo el fracaso de su crimen perfecto , huyó.

No le resultó difícil robar un automóvil en la calle. Para él, gran conocedor de vehículos y marcas fue una tarea sencilla. No lo eligió al azar. Seleccionó uno grande, pesado para que el golpe fuera más efectivo, más contundente y seguro aunque el estado de los neumáticos, muy lisos le preocuparon algo. El pavimento mojado le restaría agilidad y arranque en el momento oportuno, pero confiaba en su pericia. Avanzó lentamente por el asfalto de la avenida humedecida por una llovizna persistente. En la otra esquina, de su mano divisó a un hombre parado, encendiendo un cigarrillo.

Si cruzara, se dijo. Le faltaban pocos metros para llegar cuando el desconocido, como obedeciendo a su orden mental comenzó a hacerlo. Pisó a fondo el acelerador. El automóvil patinó, zigzagueó. Malditas gomas lisas, casi gritó. ¿Y ese testigo  de impermeable de dónde salió¿. Ya era tarde. El automóvil, casi ingobernable alcanzó a golpear al hombre con la parte delantera izquierda, en el mismo momento en que, sin llegar a descubrir la causa, su víctima caía como fulminada por un rayo. Lo vio salir despedido violentamente hacia el carril opuesto cuando se acercaba un ómnibus de larga distancia,. Aterrorizado, temiendo el fracaso de su accidente perfecto, huyó.

Le faltaba poco para llegar a destino. A horario, como siempre, sin el menor retraso o adelanto. Por suerte, después de ese viaje gozaría de varios días de descanso. Unas pequeñas vacaciones bien ganadas. Igual, en ese momento no había mucho trabajo. Pasajeros regulares y comunes. Comisionistas, viajantes y algún raro turista. Más adelante comenzaría la temporada fuerte. Las jornadas interminables, sin solución de continuidad. Mucho sueño, tabaco, café. Pensó,¿estaría esa noche el hombre de la carpa ?. En cuanto daba la amplia curva y asomaba la trompa del ómnibus distinguía desde esa distancia un pequeño destello. Un cigarrillo se encendía. Siempre dos veces por semana. Y aunque jamás vio su rostro percibía claramente su silueta fumando, y casi dedicándole un leve ademán. Un tímido saludo. La última vez le respondió con un suave toque de bocina y un leve destello con los faros

A la una y cinco de la madrugada, como siempre, como todos los día trepó la escalerilla de la cámara subterránea y se paró al lado de la carpa. Pensó un momento, casi vaciló. Sabía exactamente de cuanto tiempo disponía para cruzar la avenida casi distraídamente, sin apresuramientos. Lo había ensayado y calculado todo hasta en el menor detalle

Encendió su cigarrillo y comenzó a cruzar. No le preocupó ese automóvil grande que avanzaba lentamente por su mano, ni le llamó la atención el único transeúnte marchando tranquilamente con sus manos metidas en los bolsillos del impermeable. Caminó y repentinamente el automóvil aceleró zigzagueando sobre el piso húmedo. Sintió un agudo dolor, un fuerte y sorpresivo impacto en el lado izquierdo de su pecho, y en ese mismo instante  recibió de lleno el golpe  del paragolpe y guardabarro de ese vehículo conducido por un imprudente o un borracho. Su cuerpo fue impulsado hacia adelante y arrojado al carril opuesto.

Miró el pequeño destello del fósforo encendido. Allí estaba el hombre de la telefónica, como siempre. ¿Porqué avanza?,¿para qué cruza?. ¿No se da cuenta que ese automóvil se le va encima?. Lo vio doblarse como si un rayo lo fulminara y volar catapultado por el golpe de ese vehículo. Pisó y pisó los frenos con desesperación. La velocidad del ómnibus, lo mojado del pavimento le impidieron detenerse. No pudo evitar que el cuerpo de ese conocido desconocido se estrellase contra la trompa de su vehículo. Sintió el tremendo golpe y luego en sus manos aferradas al volante, en todo su ser, percibió el desnivel del piso cuando las  ruedas delanteras primero, y las duales después pasaron por encima del hombre. Fue un movimiento leve, poco perceptible pero suficiente para indicarle que ese montículo era un cuerpo humano. Pocos metros más adelante logró frenar. Los restos de la víctima formaban un montón de huesos triturados y carne desgarrada. Especialmente el tronco. Al empleado telefónico el amigo para la muerte,¿le había llegado tarde?

Los compañeros de trabajo coincidieron en sus declaraciones que hacía tiempo se quería suicidar.

Después del informe pericial la policía caratuló el caso de ...

Chau y hasta la próxima.

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