Aparece los miércoles y los sábados

"Dios me puso en tu pagina como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto" (algo de Sócrates).

sábado, 9 de febrero de 2008

El anillo.

Como todos los días el hombrecito viajaba en el tren de San Isidro a Retiro. Era su rutina para cumplir con su trabajo de contable. Próximo a la jubilación, edad y años sobrepasados con creces, nunca se había planteado seriamente retirarse. Trabajaba ya sin necesidad económica, y así tenía la mejor forma de no permanecer en su hogar. Sus hijos ya adultos y casados no vivían más en su casa y su mujer hacía años, desde el principio de su matrimonio se entretenía ensañándose, zahiriéndolo permanentemente. Si ese hombre casi insignificante temía mucho, era al ridículo. Por evitarlo lo aceptaba casi todo. Burlas, denuestos, menosprecios, aún en su trabajo. Eso sí, en lo suyo y específico muy eficaz. En el fondo un frustrado. Había adoptado una táctica que lo cubría de una coraza exterior. Simulaba ser duro de oído, casi sordo. De esa forma, bromas y agresiones le resbalaban exteriormente, aunque en su interior las registraba con rencor, por momentos con odio. En especial hacia su mujer quien no perdía oportunidad de maltratarlo y humillarlo en público y en privado denostándolo, señalándolo, hablando despectivamente de él, quien, envuelto en una aparente sordera, permanecía casi impasible sin acusar recibo de tanto dardo lanzado. Quienes lo conocían íntimamente sabían de su simulación. Refugiado en recuerdos felices durante el trayecto del tren pensaba qué lejos estaba el tiempo cuando se viajaba tan bien en los trenes ingleses. Porque había nacido, criado, educado y luego formado su hogar en San Isidro. Recordaba cuando su padre lo llevaba a pasear al centro. Los trenes cómodos, los asientos tapizados de cuero, porque viajaban en 1º clase. La pulcritud de los guardas, el suave traquetear de esos grandes vagones marrones del Ferrocarril Central Argentino. La llegada a la deslumbrante y magnífica estación de lujo y de su primer regalo en el paseo. Se dirigía directamente a la locomotora, que dentro de una vitrina estaba a un costado del hall central. Le colocaba una moneda, se encendían las luces y se ponía en funcionamiento simulando marchar. Una maravilla para sus ojos infantiles. Esos recuerdos recurrentes iban mezclados con sus preocupaciones, y en especial por su situación privada, un verdadero agobio que en esos días se le tornaban, si cabía más insoportable. Pensó más de una vez en separarse, recursos tenía suficientes para hacerlo. División de bienes. Luego solo o con otra compañía. Pero su timidez, su falta de carácter, la rutina, el temor al qué dirán, se lo impedìan. Pero cada vez con más fuerza esa idea del abandono iba reemplazando al resto de sus preocupaciones, ya casi como una obsesión. En especial en el viaje de ida. Allí, solo con sus pensamientos, aunque rodeado de pasajeros, sentado al lado de la ventanilla iba abstraído y concentrado en lo suyo. Sin darse cuenta, con su mano derecha, sumido en sus reflexiones jugaba con su anillo de casado puesto en el anular de la mano izquierda. Así todos los días, así todos los viajes. Nadie de los pasajeros se fijaba en él. Tal su insignificancia. Si alguno le dirigía una mirada, era por esa causa, por su nada. La gente leía y el seguía mirando un paisaje sabido de memoria y que desfilaba ante sus ojos rápidamente, mientras seguía jugando con el anillo sin darse cuenta, pero en decisión impulsiva se lo sacó y con su mano derecha lo arrojó por la ventanilla. En ese momento sí, todos e fijaron el él, quien sumido en sus pensamientos y en sus recuerdos no advirtió que esos vagones no eran los ingleses, que la ventanilla estaba herméticamente cerrada El anillo rebotó en el vidrio y cayó a sus pies. Avergonzado, humillado por su abrupta decisión lo recogió y se lo volvió a colocar. Algunos pasajeros creyeron ver lágrimas en sus ojos.

Chau y hasta la próxima