Aparece los miércoles y los sábados

"Dios me puso en tu pagina como un tábano sobre un noble caballo para picarlo y tenerlo despierto" (algo de Sócrates).

miércoles, 25 de junio de 2008

Nº 114 La tos

Bores, la costurera 1934.

En el rincón de la gran y única pieza que su grupo ocupaba en el conventillo, donde se mezclaban camastros, enseres, objetos de uso cotidiano, ella tenía asignado, fijo, su rincón. En él su máquina manual de coser, telas para su trabajo, su jergón y un pequeño estante con algunas cosas personales. U n farol a querosén y algunos platitos con velas. Y su tos. Sin ser cosa, objeto o utensilio, pero sí cada vez más presente, repetida, inoportuna. No respetaba tiempos, horas, día o noche, en este caso rasgando el sueño de los demás. Haciéndose destinataria de chistidos, insultos. Ella trataba de dominarla, acallarla, ahogarla con trapos, almohadas, cobijas. Procuraba ponerle sordina. No siempre lo conseguía. Con el paso del tiempo su cuerpo menudo se fué debilitando. De aspecto vulgar, su cabeza casi gris, su encorvamiento, una flacura llamativa y un tono de piel de palidez cerúlea. Su brazo izquierdo respondía cada vez menos al exigido esfuerzo de hacer girar con la manivela la rueda de la máquina de coser. Su vista disminuida le impedía a pesar de reforzar la luz del farol con alguna vela, ver con claridad la precisión de su trabajo, que cada vez merecía más rechazos y observaciones por parte de su conchabador, aprovechando fallas para exagerar errores y disminuir pagos. En medio de tantas dificultades, la irrupción intespestiva de los accesos de tos. Cuando se le sumaron los primeros hilos de sangre, no se sorprendió. Se podría pensar que los esperaba. Tuvo buen cuidado de ocultar la novedad mientras pudo, hasta que ambas, sangre y tos se transformaron en una unidad. Al unísono su manifestación. Su entorno,dentro de la habitación comenzó a sospechar, a percibir evidencias de disimulo, sus cambios de conducta y actitudes. Además algún pañuelo o trapo manchado, no siempre ocultados o tirados a tiempo. Si antes vivía segregada, recluída en su cueva abierta, con dos descascaradas paredes en ángulo recto, formando así límites laterales, de fondo. El esto de ese espacio, un simple lugar . Cada vez se sintió más cercada, más recluida, condenada a ese rincón, a esa cueva, así la llamaban, abierta y cerrada con invisible barrera. Ni los inquilinos del conventillo la consideraban. Más bien se le apartaban, no le hablaban ni la saludaban. Sí escuchaba murmullos, cuchicheos a su paso vacilante. Rostros torvos, miradas duras, gestos de temor y cierto asco.
Y un día la crisis estalló. Sentados en torno a la mesa mientras ella con una cuchara en la mano intentaba tomar una sopa magra, su vómito rojo paralizó a todos. En seguida reproches. En seguida insultos. Tísica, inútil, solterona, virgen y una catarata de agravios le llovían sobre su cada vez más encorvada humanidad, mientras trataba de borrar tanto desastre. Por milagro no la golpearon. Se recluyó en su cueva, más hermética que nunca. Se encerró en un mutismo total. Intentó no toser, imposible. La fiebre intermitente se apoderó de ella para no irse. Metió la cabeza bajo la almohada. Se sepultó con cobijas. Así esa vez nadie la oyó. No partió un solo reproche, ni un solo insulto. Esa noche dejó de toser. Esa noche, aunque le gritaran de todo, no los oiría. Ni esa noche ni nunca más.

Chau y hasta la próxima

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