
Me dolió hasta el alma, aunque el dolor físico no tuvo importancia. ¿Qué era para mí un golpe en la mano?. Casi nada. Sí totalmente inesperado. No aguardaba la agresión. Me pareció un exceso de brutalidad. La disciplina y los métodos vigentes lo permitían. ¿Cuántas veces había sido advertido?. Lo sabía, pero un acto natural me llevaba a tomar la tiza con la mano izquierda. A pesar de aquellos primeros palotes torpemente hechos en papel cuadriculado con obligada mano derecha. Aunque habían transcurrido tres años de esa, mi prrimera experiencia escolar, la distancia, el tiempo mediado entre esos primeros días de clase llenos de miedos, angustias, incertidumbres y ese momento se me antojaron siglos, un hecho remoto, aunque por mi escasa edad ignorara claramente la medida del tiempo. Insisto, me dolió en el alma. Me puse rojo de vergüenza, también de ira. La maestra, parada casi a mi lado, amenazante puntero en mano dispuesta a repetir el castigo o ampliarlo en forma más refinada. Me haría juntar los dedos de mi mano izquierda hacia arriba y sobre sus puntas descargaría el peso de su arma.
No le voy a permitir escribir con la mano izquierda. Deberá para hacerlo utilizar su mano derecha. La izquierda le está prohibida. Ignoraba yo en ese momento cuan proféticas resultaron sus palabras, aunque con un sentido totalmente diferente, y en qué forma esa prohibición metafóricamente incidiría en mi futura vida. Como resistiría vivir prohibido o rodeado de prohibiciones. La tiza voló. Más avergonzado aún me agaché a recogerla dispuesto a continuar el ejercicio de aritmética , ahora sí, con mi mano derecha. Esa fué la última vez. Jamás volvería permitirme esa acción entre institntiva, natural, trasmitida por mis nervios a mis músculos. Lejos estaba de sospechar o imaginar que un remoto día, lejanísmo para ese momento, mi sistema inmunológico se interpondría entre mis órdenes y mis músculos voluntarios. Que una enfermedad neurológica llamada miastenia gravis se apoderaría de mí. Entonces mi mano izquierda y también la derecha, mis párpados, mi posibilidad de deglutir, hasta de caminar, correrían serio peligro.
En mi mente, en mis sueños desde aquel momento desplegué mis brazos como alas. Los extendí, los agité, volé en el cielo de la materialidad, en el cielo de la fantasía. ¡Mis brazos!. En esos vuelos desarrollé imaginación, ensueños, utopías. Ejercí un imaginario libre albedrío irrepetible. De niño, de adolescente, de joven, de adulto. Ahora de viejo no, ya no vuelo aunque pretendo seguir siendo libre encarcelado en un cuerpo que responde muy poco. Estoy en la tierra ejercitando mi memoria, recordando en relatos de contenido interior, casi íntimos. Sin otro vuelo que aquel impreso en mis palabras, mis escritos, mis nostalgias.
Ella mi mano izquierda no volvió a necesitar un requiem. Fué siempre mi mejor compañera, mi mejor instrumento. Eso sí, mis ideas tampoco lo necesitaron.